martes, 6 de marzo de 2012

cuevas contemporaneas

sobre cuevas contemporáneas, tomado de
http://www.plataformaarquitectura.cl/2009/06/07/hay-un-momento-inaki-abalos/



“HAY UN MOMENTO…”
Hay un momento en la vida de los arquitectos en el que la caverna ejerce una atracción irresistible como material arquitectónico, al igual que hay un momento en la vida de las personas en el que un cierto retiro se impone y surge de un modo u otro la idea de cueva como hogar desde el que refundar la propia vida y establecer los rituales con los que construirla. Dicho de otra forma: los arquitectos, al igual que el resto de seres humanos, a menudo sienten al llegar a su madurez la llamada de la gruta, la atracción por el abismo de lo telúrico –y de la misma forma, pocos son las casos que podemos encontrar de jóvenes en los que la oscuridad de la caverna pueda ni de lejos asociarse a una forma doméstica, entendida siempre como una aventura o una “experiencia” de carácter puntual-.
Le Corbusier (1887-1968) ejemplifica a la perfección esta llamada atávica para la que es difícil encontrar ejemplos juveniles –fascinados por la ligereza, la capacidad de volar, los arquitectos son primero Ícaro y más tarde, a menudo de repente, no solo vuelven a tocar el suelo sino que trabajan compulsivamente sus interioridades-. Le Corbusier, fascinado en su juventud por el poder y la escala del maquinismo, por los métodos tayloristas y los nuevos materiales industriales, comenzó su aventura profesional imaginando objetos que apenas tocaban el suelo, siempre ligeros y elevados, siempre dominando el paisaje para cuya observación inventó las ventanas rasgadas, horizontales como el paisaje del que se hacían eco. Fabulosos rascacielos de dimensiones hasta entonces desconocidas apoyados en unos pocos “pilotis” y reproducidos isótropamente en el espacio de la nueva ciudad ponían límite a su imaginación juvenil. Pero su afición al paisaje y a los paseos solitarios, imbuida en su juventud y en su tierra natal, Suiza, por su maestro L`Eplatinier –tan inspirado por el ideario pintoresco inglés-, pronto reclamó un hueco en su fantasía creadora. Al principio bastaba con dibujar bosques ondulados entre sus rascacielos para conciliar maquinismo y pintoresquismo, pero sus paseos por la playa, ya a finales de los veinte, le indujeron a coleccionar objetos encontrados de formas sensuales, objetos como piedras, maderas, huesos o conchas, “a reacción poética”, que, quizás por el parecido con ciertas formas puristas y cubistas, reclamaban su atención. Poco después le siguió la atracción por el hormigón y sus cualidades matéricas, además de un creciente interés por las sombras –con la invención del brise-soleil que sustituía a la fascinación por los prismas puros de vidrio- y por las formas orgánicas, que pasaron de estar restringidas a algunos tabiques interiores a apoderarse de la forma total de los edificios. Pero solo cumplidos los sesenta, Le Corbusier dio el paso de enfrentarse a la montaña y a un programa religioso, una basílica, en La Sainte-Baume (1948), creando un complejo artilugio compuesto de un gran puente que acercaba a los fieles desde la llanura a las cotas intermedias de la masa rocosa de la montaña Sainte-Victoire para adentrarlos en una gran cueva excavada como el estómago de la ballena de Jonas en su interior. Este fascinante proyecto, fustrado rápidamente por causas que no vienen al caso, supuso un giro espectacular en su forma de abordar el espacio que movió toda su trayectoria de madurez y dio un profundo giro a las líneas que la modernidad seguiría, en gran medida tras sus pasos. Ronchamp, la obra cumbre del periodo -una cueva construida-, no puede entenderse sin este proyecto inicial e iniciático, y sin Ronchamp nada de lo que pasó a la arquitectura en las siguientes décadas.
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Quizás era entonces consciente de cuánto al dar estos pasos no hacía sino seguir los de sus maestros pintorescos y románticos (fueron al fin y al cabo los románticos alemanes, desde el Heinrich von Ofterdingen de Novalis y desde las pinturas de Caspar David Friedrich, quienes antepusieron el modelo de la caverna al de la cabaña primitiva ilustrada). Y el mejor parque pintoresco del XIX, el de Buttes-Chaumont, no solo incluía unas magníficas cavernas recicladas de unas viejas galerías de una explotación minera, sino que estaba situado en París, la ciudad desde la que Le Corbusier desplegó su inagotable actividad…
Pero no es el único caso memorable de conversos al “cuevismo” en la madurez. Juan O’Gorman (1905-1982), arquitecto y muralista mejicano de enorme influencia y calidad, es otro ejemplo apasionante. Autor en su juventud (1932) de la casa maquinista de Diego Rivera y Frida Kalho, uno de los grandes manifiestos funcionalistas latinoamericanos, su ideario moderno no conoció fisura hasta que ciertos avatares sentimentales y un progresivo acercamiento al indigenismo a través de sus murales, le hicieron reconsiderar en profundidad su sistema creativo, realizando, antes de su trágica muerte, tres obras memorables por su singularidad y misterio: la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria con su fachada ciega cubierta por un enorme mural de 4000 m2; el museo de la colección antropológica indígena de Rivera –el Anahuacalli, una gran cueva pétrea aún hoy intacta en su increíble esplendor-, y su casa cueva en el Pedregal, en la calle San Jerónimo, hoy demolida, un verdadero antimanifiesto moderno, excavada en los tubos de lava volcánica, recubierta de mosaicos polícromos y otros ornamentos y cuya construcción le llevó cinco años, tras los cuales dejó la profesión definitivamente. En esta casa vivió hasta el final de sus días, ajeno a la intensa vida social que hasta entonces había desplegado y creando en ella su testamento poético más personal y posiblemente más profundo…
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Más cerca de nosotros tenemos también el ejemplo del singular personaje y artista Cesar Manrique (1919-1992), también desaparecido en un trágico accidente. César, conocido hoy en todo el mundo por el gran despliegue de creatividad desarrollado en su isla natal de Lanzarote, no volvió a esta isla hasta después de una larga temporada de formación como artista en Madrid y Nueva York. Pero, como tantos otros, en cierto momento de su vida sintió con claridad que su creatividad le conducía inexorablemente a una vuelta a sus raíces. Sus palabras son claras en este sentido: “Sabía en aquel tiempo que en la naturaleza se encontraba el secreto de la razón vital y el sentido de la verdad, y por esta causa me vine a esta volcánica isla”.
Dos obras singulares de su periodo de madurez, instalado en su isla querida, llaman poderosamente la atención de todo visitante: los Jameos del Agua y su propia casa en Taro de Tahiche, hoy fundación César Manrique. En ambas encontramos una misma vocación de ocupar los vacíos dejados por la lava al solidificarse. En los Jameos, el espacio dejado por dos grandes bolsas se ocupa como auditorio y restaurante, organizados en torno a un lago situado bajo el nivel del mar e iluminado a través de un óculo natural, uno de los lugares más memorables de todas las Canarias, que durante años atrajo a Brian Eno como el lugar ideal donde desplegar sus ideas sobre la música ambiental. Su propia casa, comenzada en 1968 como los Jameos del Agua, sorprendente en su solitaria ubicación entre las lenguas de lava de la erupción en Teguise en 1730, se asienta sobre cinco burbujas volcánicas desplegando dos planos diferenciados pero conectados: uno en la superficie de la lava, a partir de una pequeña casa tradicional y otro ocupando los espacios de las burbujas, cada uno con una geometría diferenciada, la rectangular, tradicional, para los planos en la superficie, y una intrincada sucesión de pasajes y cuevas con óculos, a través de los que la luz cenital entra, que compone otra casa, a caballo entre la fantasía de James Bond y la vida troglodítica. Él mismo describe así su descubrimiento: “me encontré con cinco burbujas volcánicas donde mi asombro colmó mi imaginación… Allí mismo, en su interior, supe que podría convertirlas en habitáculos para la vida del hombre, empezando a planificar mi futura casa viendo con enorme claridad su magia, su poesía y al mismo tiempo, su funcionalidad. Al salir de nuevo de su intimidad y de su gran silencio tuve que hacer un esfuerzo para volver a una realidad que se me había escapado”. Esta casa, que supone a la vez el respeto y continuidad con la tradición constructiva local y el despliegue de un fabuloso mundo onírico, curiosamente liberador de cualquier forma convencional de vida, es un verdadero manifiesto del pensamiento y la acción de Manrique, identificable en esa dualidad entre el respeto y la continuidad de la tradición y el despliegue de una fantasía cuevista y telúrica radicalmente liberadora del lastre de las convenciones más retrógradas.
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Le Corbusier, O’Gorman, Manrique: tres ejemplos en tres contextos espacio-temporales que nos permiten establecer puentes entre este extraño y persistente pensamiento de madurez y la fascinación que ejercen sobre nosotros las formas de vida prehistóricas, la casa del primer hombre, el abrigo de la cueva, entendido como el gesto más primario y radical, en el sentido de vuelta a las raíces, pero también, porqué no decirlo, con la última morada, bajo tierra, la tumba, haciendo de esta idea arquitectónica el recurso espacial que más velozmente nos traslada en el tiempo desde el primer hombre hasta el fin del mundo, que es obviamente el fin de nuestra propia existencia. El cuevismo es así la forma que los arquitectos han encontrado recurrentemente para introducir de forma casi brutal el tiempo en el espacio y a partir de ahí desplegar un fabuloso mundo de imágenes fantásticas, de fantasías que se precipitan instantáneamente en nuestras mentes, al igual que lo hacen las imágenes de Bleda y Rosa, asociadas de forma tan directa a sus escuetos títulos que instantáneamente nos hacen ver lo que no vemos, pasar de los dos planos de la fotografía y de los tres planos de la arquitectura a la cuarta dimensión, al despliegue del tiempo y nuestra presencia mínima enfrentada a esos planos, individual y precaria, sacudida inmediatamente en ese flujo bidireccional de flechas del tiempo que nos atraviesan como a un San Sebastián manierista.
©Iñaki Abalos
Noviembre 2005

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